Juan, a
quien le estaba yendo mejor económicamente, había sido convencido por su mujer,
Karina, a mudarse a este barrio privado, junto a su fiel perro. Al lado, vivía
Beto y su mujer, Andrea, quienes tenían un gato. Al poco tiempo de estar allí,
Juan comenzó a intuir que con su vecino lo iba a separar algo más que la
ligustrina mediante. Su perro tenía a maltraer al gato de Andrea, la mujer de
Beto y, en contrapartida, el gato estaba ensañado con provocar al perro de
Juan. Esta situación ponía en riesgo la buena relación de vecindad. Si bien no
eran amigos, ambos matrimonios, a pesar de haber establecido una cierta
distancia desde el principio, se saludaban cordialmente. Sólo se veían al
comienzo del día, cuando ambas familias se iban a sus respectivos trabajos o
colegios o durante el fin de semana, cuando coincidían en los jardines de los
fondos.
En varias
oportunidades Juan tuvo que intervenir para evitar que su perro lastimara al
gato de Beto, y otras veces Beto tuvo que ir en busca de su gato a la casa de
Juan, ya que este singular felino extrañamente provocaba al perro de una manera
histérica, inexplicable. Entre los ladridos, tarascones y arañazos, los humanos daban el ejemplo
resolviendo las diferencias de muy buen modo: dialogando, minimizando los
hechos y más tarde con chistes para disfrazar el enojo. Tiempo después cada uno
de los vecinos terminaría detestando a la mascota del otro. Lo cierto era que
ambos disimulaban el odio hacia el animal del otro y, por añadidura a su dueño.
Evitando siempre hacer comentarios que pusieran en riesgo la buena relación.
Pero a veces la tensión era inevitable, las corridas, los ladridos y los
gruñidos eran cada vez mayores. Y cuando se llegó al punto de que cada vez eran
más reiteradas las peleas del perro y el gato, Juan y Beto, decidieron, de modo natural y sin
enfrentamientos, evitar verse o dirigirse palabras, ni siquiera las de
compromiso. Aún así, el perro y el gato seguían cruzando por los fondos,
invadiéndose y provocándose mutuamente.
Un buen
día, Beto y Andrea se fueron de vacaciones. Juan lo sabía porque de casualidad
los había visto cargar bolsos en su auto. Justo en esos días previos, se había
notado un cambio. No había novedades de ellos, ni de su gato, y en consecuencia
de peleas. En consecuencia, tampoco había noticias sobre nuevos cruces, como si
hubieran firmado una tregua.
“¿Se habrán
llevado a ese gato?” se preguntaron Juan y su mujer. “Ya lo sabremos si la
empleada viene a darle de comer día por medio” pensó Juan, porque conocía la
costumbre de su vecino, quien contrataba a una empleada que viniera cada vez
que se iban de vacaciones.
Durante la
ausencia de Beto y su mujer, de algún modo,
Juan estaría más tranquilo y podría soltar a su perro sin que su vecino
estuviera reclamándole que lo atara. Y
así fue cómo el primer fin de semana, Juan se dispuso a lavar el auto como le
gustaba hacerlo, en la calle, escuchando música con el volumen al máximo,
sabiendo que su vecino no estaba. Soltó por fin al perro y sintió en ese
instante que lo invadía una alegría inmensa y una sensación de libertad.
Karina, su mujer, le alcanzaba mates y el perro iba y venía, jugaba con su
dueño, quien lo mojaba con la manguera y esté le correspondía ladrando
contento. Todos felices. Ojalá que su vecino Beto no regresara nunca más, o que
por lo menos su gato se ahogara en el mar, fantaseó Juan, sin imaginar que sus
maldiciones habrían de cumplirse, aunque no del modo que él hubiera deseado.
Cuando
acabó de secar el auto, Juan estaba dándole los últimos retoques de lustre,
alegremente, prolongando su trabajo en forma deliberada, ya que lo disfrutaba
como nunca, en la libertad de sentirse dueño de la cuadra, el patrón de la
vereda. Añoraba, de algún modo, cuando vivía en su antiguo barrio, abierto, más
humilde, en donde sí había medianeras y no existían las estrictas reglas de
convivencia como condición y que él –un poco presionado por su señora- había
elegido y aceptado para su actual buen pasar económico, pero que esta condición
le traía aparejado otras incomodidades a su vida de nuevo rico.
Sin
embargo, aquello eso eran sólo recuerdos fugaces, ya que, después de todo, se
había acostumbrado a la buena vida de este barrio, excepto por el conflicto
latente con su vecino. Ya encontraré la forma de resolverlo pensó Juan, e
inmediatamente pateó ese pensamiento para adelante, para no opacar la tarde
linda que estaba pasando, sin imaginar que lo peor estaba por suceder…
Su perro,
quien había estado ausente por varios minutos, y que repentinamente había
dejado de jugar y saltar, apareció en escena de repente, convirtiendo la mañana
soleada y brillante, en un atardecer
sombrío, lúgubre, de terror. El perro traía consigo al gato del vecino en su
boca, muerto, y lo arrastraba y lo sacudía con la alegría de haber obtenido un
trofeo. Ante la mirada atónita de su dueño, lo deja caer frente a él, moviendo
la cola, como esperando a que se lo arrojara para luego ir a buscarlo. Juan no podía creer lo que estaba sucediendo,
llamó a su mujer y ésta al ver al gato en el piso, embarrado y muerto, soltó el
mate que cayó en el suelo y pegó un grito que Juan calló tapándole la
boca. El perro movía la cola y ladraba,
y empujaba apenas con su hocico al gato que yacía inmóvil en el piso, sin
comprender que estaba proponiéndole a su
amo un juego macabro. Juan miró para
todos lados para asegurarse que nadie viera lo que estaba ocurriendo. La única
certeza que tenía era que no había nadie en la casa de Beto, sólo su gato al
que lo habían dejado sólo, y que ahora estaba tendido a sus pies, como diciendo
“viste, se te cumplió el deseo”. ¿Habrá escuchado el grito algún otro vecino?,
¿lo habrán captado las cámaras de seguridad?
Tomó al gato muerto del lomo y lo llevo para el fondo. Karina se ocupó
de agarrar al perro y llevarlo adentro de la casa, como quien esconde a un asesino.
Juan estaba seguro que esto, como mínimo, sería el final de la relación con su
vecino. Entonces se le ocurrió una idea que lo avergonzaba, pero que sería una
alternativa que tal vez lo salvara. Aprovechó que tenía la manguera a mano y
lavó al gato muerto que, a pesar de su condición, se lo veía entero, solamente
estaba embarrado. El hecho de que el gato no estuviera lastimado o que no se
viera maltratado podría ser muy útil para lo que Juan tenía en mente. Luego de
limpiar al gato le comentó el plan a la mujer y ésta puso el grito en el cielo;
pero luego, al imaginarse lo que ocurriría cuando sus vecinos se enteraran, y
pensar también en las consecuencias, dado los
antecedentes de lo que venía estado
pasando, dio el visto bueno y se convirtió en cómplice.
Karina
limpió con apuro al perro y lo encerró en el lavadero, Juan se puso bolsas del
mercado en sus zapatos para no embarrar con sus pisadas; se dirigió al fondo,
cruzó la ligustrina, tratando de no romper sus ramas y pasó a la casa de al
lado. Buscó la cucha el gato dentro del garaje, se acercó sigilosamente y dejó
caer al gato en su cucha, de donde nunca debió haber salido pensó; luego lo
reacomodó sutilmente en una posición para que pareciera que se encontraba
durmiendo; y que en todo caso, la muerte lo habría sorprendido durmiendo. Se
volvió caminando hacia atrás, mirando el cuerpo del delito, y tratando de
imaginar cómo lo encontraría Beto al regresar y cómo se vería al gato con la
primera impresión, con el primer vistazo. Sabía que no era honesto lo que
acababa de hacer, pero prefirió felicitarse y convencerse de que estaba
haciendo un buen trabajo de simulación. ¿Por qué Beto y Andrea no podrían
pensar que la muerte de su gato se debió a una muerte súbita? sería un
posibilidad que Beto y su mujer tendrían que considerar. Tampoco había rastros
de vómitos que hicieran sospechar que se trataba de un envenenamiento que –por
otra parte- convertiría al matrimonio vecino en principales sospechosos. En
fin, salir rápido de la escena era lo urgente. Juan apeló a la memoria de sus
películas favoritas y recordó que borrar las huellas digitales constituía la
primera regla. Una vez que hubo finalizado, volvió a su casa, se quitó los
guantes de hule, y se dejó caer en el sillón, extenuado. Detrás quedaba el placer
de estar disfrutando de la música, del domingo de sol, de lavar el auto y de
los mates de su mujer.
El resto
del día, y también el día siguiente, trascurrieron con un inmenso silencio
cómplice entre Juan y Karina. Solo se consolaban al pasar, sin mirarse a los
ojos, y se justificaban, no muy convencidos, de que lo habían hecho era lo
mejor para evitar males mayores. Ahora quedaba esperar el regreso de Beto y su
señora y el encuentro con su gato.
Al día
siguiente, los vecinos volvieron de sus vacaciones. Juan y su mujer, espiaron
desde la ventana y decidieron esperar mientras ensayaban caras, reacciones
neutras y negaciones creíbles, por si sus vecinos venían a contarle lo
sucedido. Increíblemente nada de eso ocurrió durante las primeras horas, lo que
generaba un clima inquietante, y que tal vez preanunciaba un mal augurio.
Al llegar
la tarde, se escucha golpear la puerta. Eran los vecinos. Juan y Karina lo
supieron al instante, sin necesidad de ver por la mirilla. Ninguno de los dos
quería ir a abrirles, pero decidieron que lo mejor sería enfrentar la
situación. “Somos nosotros, Beto y Andrea” se les escuchó decir tímidamente. El
tono tibio de sus voces desconcertó a Juan, quien esperaba un llamado más
enérgico, por no decir que esperaba a que derribaran la puerta. Pero la blandura
del puño al golpear la puerta daba la sensación como que no querían molestar.
Los dos pidieron pasar, al unísono: “necesitamos contarles algo” dijo Andrea.
Juan no comprendía la actitud de sus vecinos quienes, además, acariciaron al
perro al entrar. Juan miraba a Karina que temblaba de miedo y de desconcierto.
“Los escucho” dijo Juan. “Perdón pero no quiero que piensen mal de nosotros,
pero si no les consultamos esto que ocurrió en casa, creo que vamos a volvernos
locos” comenzó a decir Beto, mientras su mujer sollozaba. “¿Qué paso?” dijo Juan con cierto cinismo que lo
avergonzaba. “No sé, no logramos comprender“ dijo Beto y se dispuso a contar:
“Tomasito, nuestro gato, murió de una infección un día antes de que nos fuéramos
de vacaciones, así que como ya estaba todo programado decidimos irnos igual, y
yo mismo lo enterré en el jardín, medio a las apuradas… pero estaba muerto,
bien muerto… eso creí; y cuando regresamos, lo vimos nuevamente, en su cucha,
quietito, muerto y limpito, como cuando agonizaba”. En ese preciso momento Juan
recordó las uñas y el hocico de su perro lleno de barro. Andrea, la mujer de Beto preguntó: ”¿Ustedes
no escucharon ruidos extraños?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario