Nunca quise estar en aquella fiesta de quince. Mucho
menos de haber sospechado lo que allí iba a ocurrir. Aquella noche pasé de ser
un invitado desconocido a involuntaria estrella de la noche.
Ocurrió hace ya un tiempo, pero nunca lo olvidaré. Mi
mujer me anuncia con mucho tiempo de antelación sobre una fiesta a la que estábamos
invitados: el cumpleaños de 15 de la hija de una prima, con la que no se habían
visto desde hacía 15 años. Solo conocía a la cumpleañera por fotos en facebook.
En esa relación familiar yo no existía; nada sabían de
mí y yo nada sabía de ellos. Pero en la carta de invitación pasé a la categoría
de acompañante y la referencia fue: “el que se había casado con “la Cris”. “¿Qué tengo que hacer yo en
esa fiesta?” atiné a decir… y por la mirada incriminatoria con la que me apuntó
mi mujer me encontré en la obligación de cambiar mi actitud.
Los días pasaron y mi fastidio inicial se me fue
olvidando. Veía cómo en casa revolvían cajones y perchas del placard, buscando
qué ponerse o se pedían turnos en la peluquería y con las manicuras. Llegando a
la fecha de la fiesta, los preparativos de mi mujer iban en aumento. Como todos
los hombres, yo no me caracterizaba por la habilidad para los preparativos; con
una camisa y una corbata que tuviera a mano, no habría de desentonar.
Llegó el día de la fiesta. Llegamos a horario y nos
presentamos en la puerta del salón. Mi mujer quedó detrás de mí, hablando con
alguien que la reconoció y que la distrajo unos minutos. Quedé solo, explicándole a un señor muy parco sobre quién era yo, y con
vergüenza ofrecí ayudarlo a encontrarme en una larga lista de invitados. Esperé
unos incómodos segundos, deletreando con fastidio mi apellido a la vez que el
señor buscaba negando con la cabeza. “Ah, sí, mesa 30” me asignó. Miré
fugazmente, como espiando, el planito con los dibujitos de las mesas, y noté
que la nuestra casi se caía del papel, orillando el borde del plano. Mejor,
pensé, lo más alejadito posible, de bajo perfil.
Al entrar sentí que todos nos miraban. En un evento
así la ropa suele igualarnos, pero hay algo que se percibe cuando uno es un
invitado de compromiso, y en aquella noche se notaba aún más. No sé si por el olor
rancio de mi traje que no me cerraba o por mi actitud timorata cuando me ofrecían
algo de la bandeja, como si me diera culpa servirme algo.
Permanecí parado frente a una estatua de hielo,
iluminada de azul, haciendo tiempo, mientras que mi mujer dejaba sus cosas en el
guardarropa. Mientras contemplaba ese arte tan efímero, ponía cara de que me
interesaba semejante grasada. Como no sabía qué hacer con las manos y como
todavía no me animaba a servirme ni un quesito, tomé una copa de algo espumante.
Sorbí con elegancia cuando escucho que mi mujer me llama para comenzar a
presentarme personas.
Poco a poco se iba concretando y sucediendo todo lo que
esperaba. Los comentarios iniciales para ponerse al día eran: “Qué linda la
fiesta”, “la nena, que grande está!”, o “¿qué es de tu vida?” o, “qué flaca
estás…”
Como mandan las reglas de cortesía, me dispuse a saludar
y a ser presentado a decenas de personas, de las cuales al instante de saber
sus nombres los olvidada automáticamente. Lo que sí le había prevenido –y recalcado-
a mi mujer, es que nunca me dejara en una situación incómoda y que nunca olvidara
presentar a éste gil que la seguía detrás, para no quedar pagando mientras ella
se abrazaba con parientes. Tuve que fingir asombro ante anécdotas totalmente
ajenas a mi interés, o recibir y dar elogios de compromiso, que cumplí como un
caballero. La procesión siguió varios minutos, en las me agoté besando viejas y
gritándoles al oído mi nombre. Me resigné también a que ingratos niños eludieran mi saludo, aunque
los entendí, ya que yo hubiera hecho lo mismo.
En el lugar asignado, mientras retiraba la silla para
sentarme, saqué una instantánea visual y confirmé que se trataba de la mesa del
rejunte. Sonreí y saludé a todos, aunque de ellos obtuve a cambio una tibia respuesta. Tomé aire, me
relajé y me dije: está cumplida la primera parte, espero que lo siguiente fluya
mejor.
A continuación tuve que remar una conversación con el
resto de los invitados. Mi mujer abandonó la mesa inmediatamente y fue a visitar
otras más atractivas. Mientras abrazaba a tíos y se sorprendía por sobrinos ya
mayores, yo permanecía solo, en medio de desconocidos. Para ganarles de mano, y
copar la parada, disparé: ¿Ustedes de dónde la conocen-cuál es el vínculo?”
pregunté confusamente. La respuesta no importaba, pero sentí que al ser el
primero en intentar entablar una charla, me adueñaba de la situación. Cualquier
excusa era buena para sacar un tema de conversación, aunque mucho éxito no tuve;
se trataba de un matrimonio que se estaba peleando, o atravesando una crisis,
así que la tensión que había era terrible; junto a ellos había una adolescente
obesa que miraba al plato y que ya estaba comiendo los pancitos de la panera;
un hermano, también adolescente, muy introvertido, con la cabeza sumergida en
su teléfono. También se encontraba en esa mesa, un matrimonio de ancianos a
quienes ofrecí gentilmente servir gaseosa o jugo, pero sólo me contestaba la
señora. Luego ésta me confesó que su marido era sordo.
Era evidente que esa mesa no iba a ser mi salvación;
no habría de encontrar allí ni siquiera una charla trivial en la podría
mantenerme con bajo perfil, oculto, y lejos de la exposición. El desafío sería
cómo lograr hacer tiempo, hasta que llegara una hora prudencial para irme, sin
que pareciera descortés.
Mientas sorbía de una copa, vaya saber Dios de qué era
el jugo, miraba hacia atrás o giraba y elevaba mi cuello, buscando a mi mujer… pero
era inútil, ella estaba ocupada, contenta, recibiendo piropos y poniéndose al
día con sus parientes. Para ganar minutos decido ir al baño; al rato vuelvo y
noto que el matrimonio en conflicto hace un silencio incómodo cuando me ve
regresar. Claramente seguían discutiendo; su hijo estaba enviando mensajitos
con su celular; su hermana obesa seguía comiendo pancitos de la panera y la
vieja le hablaba a su marido sordo al oído. Hago un paneo de la mesa y
resignado me siento a esperar vaya saber qué.
Más tarde opté por hacer comentarios ingeniosos,
hablando del clima o de la originalidad del centro de mesa, pero seguía sin
conseguir revertir la situación. Parecía un tenista jugando solo. Para
distender el clima tenso y apaciguar las aguas, ofrecí pedir hielo para todos. Apenas
asintieron con la cabeza. Sin embargo, el mozo no me miraba, estaba atento
siempre en mesas de mayor jerarquía. Hice un ademán, como dibujando un garabato
en el aire con forma de cubito, aunque en realidad lo hacía apuntando al
horizonte, para no quedar en evidencia que nuestra mesa, y yo, no existíamos.
El hielo nunca llegó, culpé entonces al servicio, pero lo cierto fue que nunca nadie
había registrado mi pedido.
En ese momento comienza a sonar el vals. Me corrió un
pequeño escalofrío por la espalda. No creo que me toque bailar, no hay razón,
pensé. Sacando rápidos cálculos mentales llegué a la conclusión de que a 4
minutos por vals, y tardando quince segundos en bailar y posar para el
fotógrafo, habría tiempo para 16
invitados por cada tema, y, con dos valses, podrían pasar no más de 32 invitados para el
ritual de la fotito. Por lo tanto, si existiese una lista, o un ranking de
jerarquía, yo no figuraba. Además, pensé, que a ningún DJ se le ocurriría poner
más de dos temas para esa tradicional mini tanda. Se le caería la fiesta a
pedazos. Pero no, me equivoqué; se ve que éste estaba inspirado, y se despachó con
unos valses enganchados que habría comprado en alguna oferta. La cuestión fue que
no paraba de sonar Strauss. Para colmo, los invitados dispuestos a bailar y a
la fotito desfilaban muy rápido, y la filita para esperar turno no se
reciclaba. ¿Y ahora? pensé, no vaya a ser cosa que la quinceañera se quede sin
partenaire; y qué ese incómodo papel me toque a mí, por descarte. Busqué
salvación mirando a hacia mi alrededor, pero el adolescente de mi mesa ya se
había levantado en un arranque de desenvoltura hasta entonces oculto, y me
dejaba a mi cada vez más sólo. Ahora no tenía excusas, al baño ya había ido. En
ese preciso momento diviso a mi mujer, feliz, sonriente, muy cómoda, que estaba
hablando con su prima (madre de la quinceañera) y que de lejos me hace señas
para que sea yo el siguiente. Increíble, tener que bailar con esa chica que no
me conocía y además posar sonriente para la fotito que a nadie le interesaría comprar.
El vals seguía, y el DJ no acusaba recibo de que el asunto se estaba prolongando,
y que la agasajada estaba quedando expuesta a bailar sola. Yo deseaba que la
tierra me tragara. Busqué algo para tirarle a mi mujer, pero la panera estaba
vacía, solo quedaban migas. Sin otro objeto contundente que arrojarle, le
dedique una mirada amenazante, pero ella nunca registro mi intención. Tampoco quería
que su prima me viera negarme con tanta tozudez, ya que después de todo… qué me
costaba bailar un poquito. Así que opté por levantarme como un resorte, y
resolver la situación, adelantándome al problema, sacándomelo de encima, escapando
para adelante, como hacen los hombres decididos, pero con el miedo escondido a
no tener alguien que me reemplace luego de mi intervención en la pista. Tomé a
la adolescente de su mano y bailamos, como dos extraños que no tienen
intensiones de conocerse. Pero aún así, debía ser yo quien me presentara,
aunque a la quinceañera le importó un carajo cual era nuestro parentesco. Miré
por encima de su hombro y no había nadie esperando a ser el próximo. La filita
se había desintegrado. Quise hacer un chiste, pero irrumpió el desastre, lo
inesperado… Una cumbia feroz, demoníaca e inoportuna ahogó mis palabras. Quedé
expuesto, sólo y de la peor manera, como el primer bailarín de la primera gran
tanda de baile. Un rehén del destino, en donde se me obligaba a bailar y
apuntalar el comienzo de la joda, junto a la protagonista y ante todos.
Agarrados de la mano, transpiré sin poder ocultarlo. La quinceañera me soltó
enseguida, no sé si por mis manos húmedas o porque no era yo el indicado para
ese momento, y para ningún otro. Pero aun así, mantenía mi cuota de orgullo y
no quise abandonarla de manera tan drástica; así que esperé un giro y, como
quien no quiere la cosa, la solté y aproveché el envión y la enlacé con el primer
tío borracho que pasaba. Sin mirar para atrás, me escabullí entre la gente y la
penumbra para abandonar el protagonismo de la manera más sutil que pude. Fui a
sentarme, nuevamente, a mi mesa, donde quedé solo, esperando que acabara la
tanda de baile. Suficiente por hoy, ya cumplí, supuse.
Encendieron las luces, ahora daba la sensación de que
la ansiada comida parecía llegar, como la campana salva al boxeador cuando el nock out es inminente. Nos preparamos
para comer, ahora con mi mujer al lado. Ella había bailado un poquito y ni se había
acordado de mí. Debió haber pensado que yo ya me encontraba integrado a la
mesa, conversando. La vi muy contenta para contarle lo me había ocurrido,
aunque de alguna manera tenía que hacerle saber que yo no la estaba pasando
bien. Quise hablarle, pero una vez más, una música exasperante tapó mi voz. Una
introducción triunfal, como si se anunciara que algo extraordinario iba a
suceder. Las luces estroboscópicas, los flashes y los rayos láser eclipsaron mi
anécdota. Ante tamaña expectativa de todo el mundo, abandoné mi reclamo. Forzado
por imitar lo que estaban haciendo todos, giré la silla, de cara a la pista,
aunque no tenía la intención de ser espectador de nada. Me importa un carajo,
balbuceé a media lengua, cuando una hilera de mozos, siguiendo una coreografía,
como si fuera una performance teatral, me pasó por el costado, rozando mi codo y
el último de ellos casi me incendia la oreja con las llamas del fuego de una
pata de cordero encendida con inexplicable pasión. Me recuperé del susto y
esperé con cierta curiosidad lo que podría venir. Finalmente, nada interesante
ocurrió, eso había sido todo, solo una manga de muchachos, con pretensión
artística, quisieron lucirse, teniendo su minuto de fama, sin idear un final
para el caso de que la llama no cesara. El entusiasmo general se apagó antes
que la llama del cordero, literalmente; de hecho para hacerlo tuvieron que
socorrerlo con un repasador, ya que las llamas amenazaban con crecer hasta la
bola de espejos.
Una nueva tanda de baile llegó y el éxito de la concurrencia
dejaba a las mesas vacías y a mí sin chances de poder zafar. Esta vez sí que no
podría negarme. Por suerte, y por única vez, el ritmo de la música me ayudaba y
con un pasito estándar y un vaso en la mano cumpliría con el pedido de mi mujer
y con lo que la gente espera de uno para no ser considerado un amargo. Porque
como bien se sabe, no alcanza con pasarla bien en una fiesta, a la manera de
uno, sino que hay que poner cara de que se le está pasando bien y además
comunicarlo con el cuerpo, haciendo el pasito de moda o poniéndose un sobrero y
agitando una matraca. Pues bien, pensé, un par de temas tranquilos, y ya me vuelvo
a la mesa para el postre. Pero no, acto seguido se sucedieron una serie de
hechos inverosímiles que no supe cómo
manejarlos, y que se convertirían en el hecho crucial de la noche.
Un grupito de muchachos, bailarines y bailarinas irrumpieron
en la pista, con su impronta, con su simpatía, con su vestuario colorido y sus
coreografías ensayadas. Un cuartetazo sonando a pleno y un entusiasta animador,
micrófono en mano, invitaba a todos al centro del salón. Todos buscaron a sus
parejas. Mi mujer, distraída, una vez más, me dejó solo y expuesto, casi a la
orilla de la pista, con el vasito en la mano, cual langa, observando al resto.
Claro, eso era sólo una pose, nada que ver con mi personalidad. Sin
proponérmelo, estaba como un pajarito cerca de la trampera. Una chica hermosa
de las que animaba, de pollerita fatal, me tomó de la mano y me invitó a bailar,
al igual que sus compañeras lo hicieron con otros. No podía negarme, y la
verdad que bailar con semejante belleza con estaba tan mal. No sé de dónde
saqué algún que otro movimiento acorde al género musical que sonaba, así que no
desentoné y pude así ocultar mi torpeza. Canchero, aunque más no sea por unos
segundos, me desenvolví con cierta soltura, siguiendo, o mejor dicho siendo
arrastrado por la bailarina para seguir con la coreografía dominante. En cierto
momento me agarra de la mano, me aleja del centro de la pista y, asegurándose
que nadie nos viera, se me acerca al oído y me dice: “Vení, acompañáme!...”
Me dejo llevar con desconcierto pero persuadido por su
simpatía y su firmeza. Casi sin oponerme, soy conducido por ella hasta un
rincón del salón, donde había una escalerita caracol que derivaba a un subsuelo.
Ya mi media sonrisa de galán le cedía el paso a una mueca que expresaba miedo
al ridículo. “¿A dónde me llevan?” pregunté, como si me estuvieran
secuestrando. Aunque parecía exagerado, estaba siendo rehén de una situación
que no busqué, que no disfrutaba y que, claramente, no era para mí, ni yo era
el indicado para lo que se vendría. “Quedáte tranquilo, divertíte, y divertí a
todos” me exigió y luego me entregó a dos personas que me estaban esperando: un
muchacho fornido que me pone de prepo una peluca de rulos, y una chica que me
pide que levante los brazos y los estire hacia adelante, como un sonámbulo, y
me pone un traje entero, del cuello hasta los pies, atado en la espalda, como
si fuera un chaleco de fuerza. Luego me coloca unos lentes extravagantes y un
cinto con una enorme y brillante hebilla. El traje era de dudoso glamour, muy
llamativo, apretado al cuerpo, pero con mangas y bota mangas anchas. Su estilo,
por llamarlo de algún modo, tenía una mezcla de Elvis Presley, John Travolta, y
Pocho La Pantera, todo eso junto. “¿Por qué a mí? pregunté, “No sos el único,
van a ir pasando otros invitados disfrazados, pero vos sos el último, el que
cierra el show…”; “¿Qué show!? Levanté la voz, y entonces trató de calmarme con
una palabra que me exasperó: “Relajá…!, te vamos a presentar como “EL MATADOR”
me dicen finalmente, y agregó “solo probá de hacer algún pasito tipo Elvis o
Travolta o Sandro, no sé, fijáte”. No podía creer que esto me estuviera pasando
a mí… y que nadie viniera a rescatarme. Yo, que no quería ir, y que hice un
esfuerzo enorme por mantenerme simpático y cordial, ¿qué más me estaban
pidiendo… por Dios! Mientras tanto salían a la superficie otros personajes
disfrazados, anteriores a mí, todos contentos ellos, de participar como
invitados. En fin pensé, si es el destino que me puso allí deberé ponerle el
cuerpo, en toda la literalidad de la palabra. Si tenía que hacer el ridículo,
el hecho de estar disfrazado y con anteojos tal vez sería una ventaja, y como
además era un ilustre desconocido, nadie me vería nunca más luego de aquella noche.
“Dale que te toca Matador! Me alentaron con un simpático y confianzudo
empujón…. Si quieren circo, les daré circo me dije. Acto seguido escucho que me
anuncian como “el rey de la noche”,
mientras suenan los primeros acordes del tema La vuelta del Matador de
Cacho Castaña. “Ése es tu tema, salí y rompéla” me dicen; y cuando estoy
saliendo a escena me advierten: “ah, cuidado con la tarima!”. No tuve tiempo de
preguntar a qué se referían, pero la duda la evacué cuando vi que me acompañaban
y, ya en medio de la pista, me suben a una tarima alta, por encima de las
cabezas del resto. Estaba en la cumbre de la
vergüenza de mi vida. Enceguecido por las luces que me apuntaban, caí en
la cuenta de que estaba siendo protagonista y estrella de la noche. Las
mujeres, arengadas con el megáfono del desaforado animador, aullaban histéricas
como lo hacen las fanáticas a un ídolo. Claro que se prestaban al juego y yo,
en mi acting, debía corresponderles
señalándolas y dedicándoles besos al aire, a todas y a cada una de ellas, desde
arriba de la tarima, inalcanzable, como toda estrella. Por otra parte, algunos hombres
veían la escena, aburridos, sin entusiasmo, como si fueran vacas mirando un
tren, pero otros, más desaforados por el alcohol, me dedicaban insultos y
gesticulaban groseramente llevándose sus
manos a la entrepierna. Esperé
inútilmente que alguien viniera a reemplazarme, pero no, evidentemente Dios me
estaba poniendo a prueba, o simplemente el Diablo tenía programado que yo
cerraría el show. Tampoco tuve la suerte de bailar solo un estribillo. No. El
tema sonó en-te-ro, interminable, y tuve que remarla hasta el final. Sentía que
además de carecer de sex appeal, y de
la habilidad para el baile, ya mis dos pasitos de Fiebre de sábado por la noche los estaba repitiendo hasta el
hartazgo. Se me habían agotado los recursos. Pero mis fans, aun así,
apuntaladas por el alcohol, me bancaban, eufóricas, aplaudiéndome y observando en
semicírculo. Desde lo alto, en mi posición dominante, tuve las ganas profundas
de masacrar a todos, imaginándome con una ametralladora a lo Rambo, disparándoles
en semicírculo. Pero, esa fantasía, se me fue enseguida y comencé a disfrutar
de algún modo, de mi minuto de fama, hasta que veo, detrás del humo y de las
luces, a mi mujer que por fin aparecía en escena, y que estaba descostillándose
de risa. Luego me confesaría que hacía minutos que había estado buscándome y
comentándole a un pariente de mi timidez, hasta que la sorprendí con mi
aparición.
Cuando el tema llegó a su fin, el infame animador, no
satisfecho con mi show, arengó una vez más a que todas las chicas al terminar
la tanda, se sacaran una foto conmigo, o sea con “el matador”. Ya con las luces
blancas a pleno, todas ellas me rodearon para la gran foto grupal, en la que yo
estaba en el centro abrazándolas a todas. “¿Quién carajo será este tipo?” imagino aún
hoy que se habrán preguntado. Estoy seguro que todavía, a dos años de lo ocurrido,
se lo siguen preguntando.
Una vez finalizada mi actuación, mi mujer se colgó de
mi cuello y me besó felicitándome. Nunca
supe si era en serio, si estaba orgullosa de mí; temí preguntarle, o mejor
dicho, temí la respuesta. Me dirigí a mi mesa con el deseo que un remise me
estuviera esperando para llevarme a casa. Aunque sin sospecharlo, notaba que en
el camino entre las mesas, todos me miraban: “¿eras vos el matador?” me
preguntaban. El mozo, quien nunca me había registrado, me estaba esperando con una
sonrisa cómplice, un trago para brindar y el hielo que tanto había pedido. La
adolescente obesa se miraba con entusiasmo, el matrimonio en disputa coincidía
ahora en felicitarme y comentaban entre sí lo bien que la estaban pasando; El otro
matrimonio, el de los ancianos, levantaban la copa dedicándome un brindis. El
anciano sordo balbuceó una felicitación. Caí en la cuenta que, a mi pesar, la
presentación del “matador” había sido un éxito. Mientras me colocaba el saco
para irme, recibí palmadas de cariño de mucha gente. Repetí la seguidilla de
besos, pero ahora, como suelen comportarse los amigos del campeón, me reconocían con simpatía. Había dejado de
ser transparente. Me invitaron a sentarme en mesas más iluminadas y con canilla
libre de alcohol, pero me negué, con cierto espíritu de venganza. “¿Ya te vas?”,
me preguntaban decepcionados. “Sí, tengo otro show…” les dije.